Real Hearing. Tan real como en el tribunal


Luis Martí Mingarro, Académico de Número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, sitúa el momento del arbitraje en Iberoamérica y reflexiona sobre su posición y sus apoyos, así como sobre su desarrollo imbuido de la propia cultura y convicción de las comunidades de la región.

En el ámbito jurídico y empresarial del mundo iberoamericano se ha venido apostando decididamente por el arbitraje. La convulsión global de la pandemia Covid- 19 arrastra vidas y exige un esfuerzo colectivo para reponer la salud pública de nuestros países; pero como al hilo de ello el sismo sanitario ha generado réplicas gravísimas que han afectado y afectan a la estructura social y a la economía que la sostiene, parece oportuno centrar nuestra atención sobre la hora actual del arbitraje en el espacio de las naciones iberoamericanas.

Primero de todo no olvidemos el largo camino seguido para abrir un horizonte limpio y despejado para el arbitraje. Los ordenamientos jurídicos de nuestros países, comúnmente enraizados en el derecho continental, claro que incorporaban el arbitraje a sus ordenamientos legales. Era una incorporación precaria, que apenas pasaba de la mención en los textos legales y que tenía muy poca vida en el campo social y económico.

Los arbitrajes más significativos tenían altas resonancias y se referían a cuestiones fronterizas, de límites territoriales o de interés estratégico de nuestros países.

En general el arbitraje, como solución de conflictos comerciales o civiles, ha vivido hasta muy avanzado el siglo XX en un clima de desconfianza generada desde los aparatos de justicia de nuestros países, que creían ver en los laudos una competencia poco apropiada, chocante con el poder, la naturaleza jurídica y la organización jurisdiccional. Así, era frecuente defender las soberanías a base de denegar los exequatur. Además, el arbitraje, muchas veces referido a grandes operaciones internacionales, despertaba en ocasiones recelos nacionalistas y sensibilidades sociales.

En la hora actual prácticamente todos los países de la comunidad iberoamericana tienen ya sus leyes internas acomodadas a las pautas y modelos internacionales, y el arbitraje, como solución de conflictos está generalmente asumido por los poderes públicos, la sociedad y los operadores económicos y jurídicos. Ha tomado carta de naturaleza en la práctica de las economías nacionales y de su tráfico transnacional.

Sin embargo, una vez integrado el arbitraje como solución de conflictos en el normal tráfico jurídico, siguen existiendo no pocas dificultades para su avance.

Salvo en los casos de arbitrajes ad hoc, en general el arbitraje se administra por instituciones dedicadas a ello, muchas veces transnacionales, y que desarrollan su función con fuerte implantación y gran calidad. Pero junto a resultados que se corresponden con su altísimo nivel técnico y operacional, estas instituciones arbitrales tan consagradas han dado lugar a un cierto encapsulamiento en el superior rango de los conflictos que se someten a su arbitraje, subrayado todo ello por costes muy significativos acordes con el alto porte de esa clase de tramitaciones.

La comunidad jurídica de cada uno de nuestros países, y el conjunto de todos ellos, hemos de ser conscientes de que se hace necesario contener el constante incremento de los costos de los arbitrajes; corregir la excesiva demora de las tramitaciones arbitrales; evitar el encasillamiento de sus protagonistas; y simplificar la extraordinaria complejidad que van alcanzando sus tramitaciones, cada vez más permeables a usos y costumbres de otros ámbitos jurídicos, que no siempre son trasladables al nuestro.

No hace tanto que el comercio internacional dependía de la libertad de los mares tutelada por las grandes potencias y de la capacidad de expansión de las economías más poderosas en cuyas manos estaba en general el tráfico mercantil. Ese poderío también ponía en manos de sus propios sistemas de arbitraje la solución de las controversias.

La hora presente es muy distinta. Nos hemos pasado algunos decenios debatiendo si la globalización era o no cosa buena y deseable. Ahora el hecho global no da lugar a discusión y no nos queda sino afrontarlo y defender en él los valores de nuestra civilización y cultura comunes, porque los operadores de comercio internacional, queriendo o sin querer, son ya casi todos los que producen, compran o venden. El mundo no ha perdido sus consolidadas fronteras nacionales, pero esas fronteras tienen ahora significados diferentes. Para el comercio ya no son valladares insalvables.

El arbitraje hace acto de presencia en esa realidad global con una expresiva rotundidad, pues quienes asumen el riesgo de ser empresarios, para fabricar, construir, comprar o vender necesitan un horizonte claro y limpio para solucionar sus posibles conflictos. Y cuando surja un problema no quieren discutir por años si la competencia es de uno u otro país y si la sentencia jurisdiccional dictada luego de esa disputa, va a ser o no ejecutable. El arbitraje enfrenta a las partes, por su propia voluntad, con la solución directa y ejecutiva del conflicto que pudiera surgir entre ellos. Por eso se viene desarrollando, inexorablemente, la cultura del arbitraje.

En Iberoamérica esa cultura del arbitraje está esencialmente basada en los trazos generales que han quedado descritos, pero también en la necesidad de acomodar ese acto de potente ejercicio de la autonomía de la voluntad a nuestra manera de ver el derecho. Hemos de evitar la invasión de nuestro espacio jurídico que se produce con los arbitrajes impregnados del espíritu y las formas del common law, porque ello produce una conmoción en nuestro quehacer jurídico que no siempre respeta nuestra manera de ver las cosas. La internacionalización de nuestro propio derecho no nos puede llevar a transformarlo en algo que nos sea tan ajeno que ni siquiera sirva como verdadero cauce para la solución del conflicto.

En Iberoamérica a través del arbitraje, en nuestras lenguas español y portugués y con nuestro derecho vemos la ocasión de que triunfe la voluntad de las partes y que sea esa voluntad y ese consenso los que generen la solución del conflicto y, por ende, generen la paz social.

Cuando las partes de un contrato pactan el arbitraje como forma de resolver los conflictos que pudieran surgir en su desarrollo y ejecución, están ensanchando y fortificando su propio espacio de libertad. Un espacio de libertad que, hace ya más de dos siglos, en la Constitución de Cádiz proclamaba en su artículo 280 el derecho de las partes a terminar sus diferencias mediante arbitraje.

En la medida en que poco después de la Constitución de Cádiz se emanciparon las naciones iberoamericanas, aquel precepto, que había nacido para los “españoles de ambos hemisferios”, quedó vigente, como marca de nuestra cultura jurídica para los nacionales de cada una de las patrias de ambos hemisferios.

A veces se llega a reprochar al arbitraje que comporta la renuncia a un derecho fundamental cual es el derecho a la tutela judicial efectiva. La doctrina y la jurisprudencia han establecido con toda claridad que el arbitraje, como ejercicio de la libertad contractual no erosiona el ámbito irrenunciable del derecho fundamental de acceso a la justicia, porque en lo que éste pudiera estar en cuestión por un laudo arbitral, siempre queda el acceso a la justicia a través de las acciones de nulidad, cualquiera que sea su denominación.

Nuestro Tribunal Constitucional, en una recientísima sentencia de 15 de febrero del año en curso (S. 17/2021), ha señalado que la institución arbitral es un mecanismo heterónomo de resolución de conflictos al que es consustancial la mínima intervención de los órganos jurisdiccionales, lo que implica el respeto a la autonomía de la voluntad de las partes ex art. 10 de la Constitución Española. El convenio arbitral sustrae a la jurisdicción ordinaria la resolución de sus posibles controversias, defiere a los árbitros su conocimiento y solución y ello queda desde entonces vedado a la jurisdicción.

La posible revisión jurisdiccional tiene por tanto un contenido muy limitado, no es una segunda instancia y sólo puede fundarse en las causas tasadas por la ley siendo rechazable el sentido expansivo que a veces ha querido dar la jurisdicción al concepto de orden público para, a través de esa expansión, extender el re-enjuiciamiento de lo resuelto en sede arbitral.

Entre nosotros, de la mano de algunas resoluciones de recursos de nulidad, y también en Iberoamérica, se venían presentando fricciones ocasionales, pero muy explícitas, de convivencia normativa entre Constitución y arbitraje. Hoy día, aunque no hayan terminado esas fricciones, puede entenderse ya muy despejado el camino, como, en el caso español, lo muestra la Sentencia del Tribunal Constitucional antes citada.

Los estudiosos han contemplado ese fenómeno de la normalización del arbitraje en Iberoamérica como una superación de una situación previa de cierta “hostilidad”.

Hay, claro está, excepciones que son atribuibles en general a los rebrotes que al amparo de radicalismos sociales recuperan los “patriotismos jurídicos”.

De esos “patriotismos jurisdiccionales” había y hay algunos ejemplos, que en el ámbito iberoamericano resultan, a veces, más explícitos. En general son fenómenos de sentido proteccionista, quizás porque sus operadores y sus economías sienten cierta orfandad frente a expansionismos foráneos más poderosos. Países que fueron exportadores de materias primas y monocultivos económicos están ahora necesitados de inversión extranjera y preocupados por el poderío dominante de los inversionistas.

Pero ya se vienen superando esas prevenciones. En general puede decirse que el marco normativo del arbitraje no es invasivo, puesto que a partir de la Ley Modelo (UNCITRAL. 2106/1985) y de las Leyes Nacionales, lo verdaderamente imperativo no es otra cosa que la contundencia de la voluntad de las partes de someter la solución de la controversia a arbitraje bajo los principios de audiencia, contradicción e igualdad de armas que recogen todas las leyes de arbitraje de cada uno de nuestros países.

Esa claridad queda a veces difuminada por la existencia de un llamado soft law medio “codificado” que pretende ser “indicativo” y que a mi juicio no puede crear la sombra “regulatoria” de un derecho que no lo es por carecer de la imperatividad esencial de las normas jurídicas.

Para resolver conflictos en derecho ha de aplicarse éste. Y sus parámetros de interpretación contienen suficientes elementos de corrección del summun ius summa iniuria como para no tener que recurrir al “cuasi derecho”, sospechoso de la existencia “cuasi poderes” normativos no sujetos a control.

A partir de todas estas convicciones las organizaciones profesionales de juristas y empresarios de Iberoamérica han desarrollado a lo largo de los años la creación del Centro Iberoamericano de Arbitraje (CIAR). A través de la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) los Jefes de Estado y de Gobierno reunidos en las Cumbres Iberoamericana han apoyado esta iniciativa de la sociedad civil que, a su vez, cuenta con el respaldo de la Conferencia de Ministros de Justicia de los Países Iberoamericanos (COMJIB). El CIAR concurre con fuerza y con vigor para poner a disposición de los operadores iberoamericanos un arbitraje asequible en lo económico, entendible en el lenguaje y en los contenidos jurídicos, cercano, seguro y exigente en cuanto a calidad.

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